Un profesor de literatura latinoamericana de
una prestigiosa Universidad de Estados Unidos recomendó la lectura de Rubem
Fonseca. Fue una noche de verano, hace un par de años, en un bar muy concurrido
de la ciudad de Córdoba, cuando este cronista escuchó: “hay que leer a Rubem
Fonseca. Todos le roban, pero nadie lo sabe”. A pedido de su interlocutor
directo, el profesor tuvo que repetir el nombre. Todos los presentes
desconocían al autor (hay que decir que ninguno, salvo el profesor, superaba
los treinta años de edad). Una semana más tarde, con el nombre de Fonseca anotado
en el celular, mientras emitían retrasmitido el final de la serie Mandrake (HBO),
apareció el primer dato. Fonseca era el creador de los personajes y las
historias en las que se basaba la serie (dicho sea de paso con guión del propio
hijo de Rubem). Es que Fonseca, al menos en Argentina, es tan conocido como
desconocido.
Una de las primeras informaciones
que se encuentran del autor es que es, al igual que su amigo Thomas Pynchon,
paradójicamente popular por alejarse de las cámaras. Pero Fonseca no le hace
asco al cine. Ha sido guionista de varias películas, algunas basadas en sus
libros, otras no. Incluso en internet se hallan más artículos de Fonseca
hablando sobre la historia del cine y su relación con la escritura antes que
artículos literarios sobre su obra. En uno de esos artículos, Fonseca destaca
las ventajas de la literatura sobre el cine. La principal, para el brasileño,
es que la literatura necesita sin excepción la participación creativa del
lector. En la escritura hay un espacio, acuoso e inconquistado, que debe ser
llenado por cada lector. Por ejemplo: en el texto hay una voz y unos datos
sobre un personaje, pero el lector los combina, construye un cuerpo en su
imaginación, agrega detalles, completa.
No así sucedería con el cine al ofrecernos una encarnación definitiva que
determina nuestra imaginación.
La suerte editorial de Fonseca ha
sido muy despareja en Argentina. Una buena noticia es que El cuenco de plata
reeditó en el 2013 sus dos primeros libros de relatos: Los prisioneros (1963) y El
collar del perro (1965). En una reseña anterior nos detuvimos en Los
prisioneros. Hoy le toca el turno a El collar del perro.
En El collar del perro Fonseca merma las rupturas formales y, en
cambio, profundiza los mejores rasgos de la narrativa que ya venía ensayando en
su libro anterior. El primero de los ochos cuentos que componen El collar del
perro se titula Fuerza Humana. Se trata de una suerte de continuación del
formidable Febrero o Marzo, aquel cuento del fisicoculturista con el que abre
Los prisioneros. En esta oportunidad, la fuerza física del personaje funciona
como una metáfora de su fuerza de voluntad y de la posibilidad de superar sus
determinaciones. Las justificaciones que sostienen la existencia del
protagonista se pondrán en crisis a raíz del encuentro con “Vaterlú”, un joven
negro mendigo que baila en la calle por monedas y que posee “el desarrollo
muscular en bruto más perfecto”. Otro gran
cuento de este libro es Madona. En este se narra la historia de un adolescente
estúpido por las mujeres que, llegado a la culminación de un fin de semana de
fracasos, logra colarse con una chica, su hermana y el novio en la pista de un
aeropuerto para asistir al despegue absolutamente dislocador y ensordecedor de
los aviones. Esa es una escena vibrante y un logro mayor del brasileño. El
cuento que da título al libro, El collar del perro, inicia el particular
derrotero policial que luego tomará la obra de Fonseca. En este cuento
magistral, el desarrollo del enigma pasa a segundo plano para centrarse en los
desengaños de un joven delegado de la policía, el doctor Vilela. El choque
entre la idealidad con la que el delegado pretende desarrollar su trabajo y la
realidad de sus subordinados servirá para retratar los sórdidos mecanismos de
violencia y marginación en los que la sociedad de São Cristóvão vive.
El lector más célebre en
Argentina de la obra de Fonseca fue Tomás Eloy Martínez. Llegó a prologar el
libro de Fonseca 64 contos. En el
2009, Martínez publicó una afectuosa nota en la que recordaba: “Después de
aquel primer cuento (Paseo Nocturno, parte 1), me dediqué con afán a leer todo
lo que Fonseca ha escrito, sin que jamás me defraudara”. Y es que Fonseca
es un autor adictivo. Lo confirma Martínez, pero no es el único que ha sentido
los efectos que produce su lectura… Consideren eso. Ahora sumémosle que las
tiradas de El cuenco de plata para Los
prisioneros y El collar del perro
fueron de 1.200 y 1.500 respectivamente. Son muy pocas. Dese prisa.
Link al portal de el cuenco de plata
(Reseña publicada originalmente
en Hoy Día Córdoba)
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