lunes, 28 de marzo de 2016

En torno a los poderes de Carlos J. Kamatowa



 
Banksy


Esa noche Mari tiene un sueño donde un perro es atropellado por un auto. Curiosamente, no hay conductor. Bajo las luces delanteras del coche, los párpados del perro se van cerrando como si estuviera durmiéndose. Al cabo, el motor del auto acelera y desacelera en punto muerto imitando el ritmo de un llanto entrecortado. A la mañana siguiente, sus padres están de viaje, Mari decide no ir al colegio. Duerme dos horas más de lo habitual. Luego, se prepara un té y varios panes con manteca y dulce, va hacia la ventana, deja la bandeja sobre el piano y toma el té mirando hacia la calle. Entonces recuerda que el perro de su sueño era un pastor belga.

 Aunque Mari no pueda verlos, en ese preciso instante, en otro departamento de otro edificio de la misma ciudad, una pareja se está separando. En el momento en que Mari arranca con sus dientes el primer pedazo de su segundo pan con manteca y dulce, la mujer está diciendo:

-Creo que quien tenga una vida interior muy grande puede dejar todo en cualquier momento.

Él, su nombre es Diego, la mira con verdadera angustia. Ella continúa:

-También vos vas a poder, lo sé. Mañana viene mi amigo a buscar el resto de mis cosas. De paso, te quedás con la llave…

Ella, en un gesto final, agarra la mano transpirada de Diego. Eso lo pone incómodo y no puede concentrarse en la solemnidad que el momento requiere. Diego cree que la transpiración de sus manos es una de las cosas que más complican su vida. Cuando sus manos empiezan a transpirar todo funciona mal: se pone nervioso y ya no puede dejar de imaginar lo que pensará aquel que sostenga sus húmedas manos; en las gotas corriendo por los surcos de sus palmas y arrastrando la mugre pegada a sus poros; en la mugre, las bacterias, los virus, etc. Ha probado, por ejemplo, ponerse talco antes de salir de casa. También maicena. Eso le funciona hasta que se lava las manos, por lo que debería llevar consigo un poco de talco o maicena. Pero a Diego le parece estúpido que en este mundo pueda haber alguien cargando un paquete de talco o maicena para evitar la transpiración de las manos. Diego se dice que es tiempo de aceptar y dejar de pensar en lo que otros piensen de su transpiración. Quizá si lograra dejar de pensar en su transpiración dejaría de transpirar.

Cuando la reflexión de Diego concluye, su ex pareja ya no está. Le hubiera gustado insultarla, al menos. Podría correr y alcanzarla, pero no tiene ganas. Es agotador, piensa. En cambio, se prepara un café y se acerca a la ventana. Ve los edificios, el cemento, lo gris, rojo y negro que es todo, y se dice:

-En otros lugares, hay gente que se pasa el día en hamacas paraguayas, lugares donde todo es verde y nadie piensa que el talco pueda ser usado más allá de las patas, los sobacos y los genitales. Ni hablar de la maicena. Ni hablar de las manos. 

En ese momento, entonces, Mari enciende un cigarrillo y Diego enciende otro y ambos miran hacia la calle. Si alguien pudiera ver lo que esas dos personas están pensando, y de hecho hay alguien que sí lo hace, notaría que el  perro del sueño de Mari es del mismo color de la taza de café que Diego está tomando y que el color del auto que atropella al perro en el sueño de Mari es del mismo color verde que Diego tenía en mente hace un momento. Esos son puntos de contacto, pero no son del todo importantes: Mari y Diego no se han visto todavía y no sabrán de estas coincidencias cuando lo hagan. Tampoco saben que en otra calle de la ciudad está por suceder algo fundamental para su futuro y que tiene que ver con la persona que puede ver sus pensamientos.

Primero, ocurre que esa calle de la que hablamos, equidistante de las ventanas de Diego y de Mari, se vacía. En las veredas ya no hay nadie. Los comerciantes de la cuadra dormitan en sus escritorios o acomodan algo en sus depósitos. Todas las puertas están cerradas y ningún niño espía detrás las cortinas. Podríamos decir que, por unos instantes, la calle está muerta: no existe para nadie. O también podríamos decir que el tiempo se paraliza, salvo que, doblando desde una de sus esquinas, aparece un hombre en bicicleta. Este hombre es viejo y se llama Carlos J. Kamatowa. Lleva puesto un saco negro y gastado en los codos, barba larga con algunas canas, pelo grasiento y despeinado. No huele feo, pero a la distancia pareciera que sí. Es de origen japonés, pero no es japonés. Es argentino-japonés. O simplemente argentino. No obstante, tiene algo que lo hace parecer extranjero. No digamos del país, sino del mundo. En efecto, Kamatowa es un extraterrestre con el poder de observar la cuarta dimensión.

Kamatowa viene andando en una bicicleta que tira de un carro cargado de objetos. Allí lleva, entre otras cosas, una lámpara, una tijera de podar, una campera de cuero con una estampa de Hermética, un burbujero roto, cinco metros de hilo sisal, una figurita con la cara del Cholo Simeone del año 94, una especie de radio portátil de largo alcance con la que se comunica con seres de otro planeta. Kamatowa frena en el medio de la calle. Saca de uno de sus bolsillos un lápiz mordido y una pequeña y sucia libreta. Se rasca sus sienes con el cabo del lápiz, piensa unos segundos y anota los nombres completos de Mari y de Diego. Debajo agrega una fecha y un lugar. Encierra todo en un círculo, saca una flecha y anota: “Ladrido de pastor belga. Será hermoso”. Después, cuando Kamatowa comienza a pedalear, la calle, de a poco, vuelve a llenarse de vida: gente, mascotas, tránsito, sonidos.  

En lo que queda del día, Diego intentará olvidar a su ex mujer trabajando frente a su computadora. Cerca de las 17.30 lo logrará. A la noche cenará fideos, ensalada de tomate y pollo del día anterior. Mezclará todo en una gran fuente y lo comerá viendo una película en el canal TCM. Se reirá a carcajadas y no lavará los platos antes de acostarse. Al otro día cuando venga el “amigo” de ella a dejar la llave ya no sentirá ni rencor ni tristeza por su partida y se sentirá definitivamente despreocupado. Mari también pasará el resto del día sola en su departamento. Por la noche, pedirá pizza y casualmente sintonizará la misma película que Diego. Mari sólo se reirá en tres ocasiones y llorará mucho en el final. En la madrugada, cuando lleguen sus padres, se meterá en la cama y se hará la dormida. No logrará sentirse feliz en mucho tiempo.  

Para saber qué ocurrirá cuando Diego y Mari se encuentren hay varias opciones. La primera es elegir uno de los dos, averiguar su domicilio  y seguirlo durante mucho tiempo hasta que se encuentre con el otro. Esta primera opción encierra el riesgo de verte envuelto en una paradoja temporal, de esas tipo Philip K. Dick, donde al final descubrís que sos un elemento fundamental para que el hecho que estás buscando comprobar se termine cumpliendo. Otra, inmediata, es que un agujero de gusano se abra en este momento, a tu lado. O debajo o atrás o arriba. De ese modo, podrías atravesar años luz de tiempo y materia para llegar a la fecha y lugar exactos que Kamatowa escribió en su libreta. Seguramente sería algo maravilloso. Te enterarías, entre otras cosas, si John Titor tenía razón sobre el inicio de la tercera guerra mundial. La última, es imaginar una tormenta cuyas nubes contengan todos los colores que aparecen en este relato. En ese caso, soplará un viento feroz y las nubes prendidas a las montañas amenazarán la ciudad. En un callejón un perro, un pastor belga, deberá ladrar anunciando lo inaudito, lo que no puede suceder.


Emiliano Baigorri 
Este relato obtuvo el tercer premio en el concurso de Cuento Digital 2015 organizado por la Fundación Itaú.  Publicado originalmente aquí

miércoles, 23 de marzo de 2016

Vagón de Ostras N°8



Vagón de Ostras es una publicación digital de poesía y relato breve, libre y gratuita.


En este número: Jarumi Nishishinya,  Laura Escudero, Selva Almada, Sara Ferro, Mariana Travacio, León Pereyra, Nicolás Jozami, Nadia Sol Caramella, Cecila Yalangozian, Romina Freschi y Damián Pullizi.

DESCARGA

El tiempo

Me preguntaste qué es el tiempo.
Y yo te dije
mientras colgaba una sábana: esto.
Aprisioné la última esquina
con el broche, me corrí dos pasos,
agarré tu mano chiquita entre mis manos
y te volví a decir: esto.
Vimos juntas el viento atrapado en la sábana
como burbuja, serpiente o baile
vimos el viento blanco tironear del broche
envuelto en la sábana, flotando.
Y la sábana que pasó y dejó al viento ahí
colgado de la soga
solo para yo que te dijera:
hija, el tiempo, es esto.



Laura Escudero nació en Córdoba en 1967. Es docente, psicóloga y máster en promoción
de la lectura y literatura infantil. Es miembro de Cedilij. Recibió dos veces el premio El
Barco de Vapor, en 2005 por la novela Encuentro con Flo y en 2011 por El rastro de
la serpiente
. Fue Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2015 otorgado por
la Fundación Para las Letras Mexicanas y F.C.E por el poemario Ema y el silencio. Tres
de sus libros fueron seleccionados “Destacados de Alija”. Ha publicado títulos para niños
y jóvenes: El botín, Los parientes impostores, La viejita de las cabras, El camino
de la luna
y otros.



Para descargar los números de Vagón de Ostras aquí

sábado, 19 de marzo de 2016

Los gatos y el resto del mundo




Ficha: Takashi Hiraide: El gato que venía del cielo (2001), 160 páginas. Alfaguara, 2015.  

Fines de los 80, Japón, el emperador Hiroito se muere, la crisis económica está por sacudir al país y una pareja de redactores treintañeros se muda a un barrio tranquilo y antiguo de Tokio, acompañando la decisión de abandonar sus labores de oficina para arriesgarse a trabajar en casa. Luego, la aparición de Chibi, el pequeño y arisco gato de una familia vecina, y su progresivo acercamiento hasta convertirse en un visitante diario que confiere a la cotidianidad de los jóvenes una nueva dimensión hecha de pequeños rituales, independencia de carácter y momentos resplandecientes. Ese es el argumento reconstruido de la novela de Takashi Hiraide El gato que venía del cielo, obra ganadora en el año 2002 del Premio Kiyama Shohei en Japón. Como con mucha de la literatura que nos llega del país asiático, uno corre el riesgo de abusar de ciertos adjetivos: sutil, encantador y etéreo en el podio. El gato que venía del cielo no es la excepción. Una novela atravesada por la presencia de un ser "celestial" y dominada por el ritmo ensoñador, y al mismo tiempo terrenal, de la voz narrativa. Capítulo a capítulo, el narrador y protagonista, marido y escritor, ajeno previamente al contacto con los animales, va trazando el posible mapa amoroso (con su inicio, nudo y desenlace) entre un gato y una pareja. Un mapa construido con breves e intensas escenas de la vida cotidiana que Hiraide va desplegando para los ojos del lector. La trama al comienzo es tenue, pero a través de esas impresiones fragmentarias Hiraide se las ingenia para ir tejiendo con elegancia el proceso que transforma a Chibi en elemento esencial de sus vidas. Con exactitud poética, en la novela todo está, no digamos narrado, sino evocado: descripciones de la pequeña casa y del jardín, de la luz y los árboles, el movimiento diario de la calle, los juegos y actitudes de Chibi, el presente de los ancianos propietarios, sólo por poner algunos ejemplos. Hay, tal vez, una intriga que se va delineando: ¿a quién pertenece realmente Chibi? ¿A sus vecinos o a la pareja? ¿Cómo es la vida del gato en su otro hogar, el original? ¿Cómo se comporta cuando ellos no pueden verlo? Algunas pistas aparecen, desperdigadas, y ese es uno de los motores de la narración. Un motor sutil (¡casi etéreo!), pero motor al fin. El otro, más lateral si cabe, es la vida de la pareja en tanto inquilinos y como trabajadores freelance, sus relaciones con otros artistas y colegas, y la apuesta que implica dedicarse a vivir de la escritura. Para contar su historia El gato que venía del cielo propone un diálogo entre formas literarias más o menos emparentadas: mezcla entre diario personal, novela autobiográfica y zuihitsu (género literario japonés que inauguró Sei Shōnagon con El libro de la almohada: reflexiones fugaces, impresiones "al correr del pincel"). Dicho esto, no hay que olvidar que Takashi Hiraide abandonó su trabajo en una editorial para sentarse a escribir lo que serían los primeros borradores de esta novela: la asociación con el narrador es inequívoca. Lo autobiográfico, entonces, se integra a la obra desde el primer momento, pero es más adelante, al comprender que lo que ha producido Chibi en sus vidas es innegablemente poderoso, cuando se habilita la pregunta: ¿esto que el narrador nos cuenta, le sucedió en verdad a Hiraide, el autor? Imposible estar seguros. Pero si fuera así, ¿por qué el libro se presenta como una novela, como ficción, y no como una autobiografía a secas? Una respuesta posible: lo autobiográfico, a pesar de que estamos en la era de la espectacularización de la intimidad banal, no se atreve todavía a ocupar un sitio de privilegio en el Olimpo de la literatura. O se atreve y lo ocupa, como siempre lo ha hecho,  bajo la máscara de una supuesta ficción. Cabría agregar lo que algunos críticos literarios, como el rosarino Alberto Giordano, afirman sobre la literatura actual: entre la multitud de creaciones que practican la exposición del yo de manera grosera,  hay obras, algunas pocas, que logran salirse del entramado cultural dominante. Entramado que reduce, en virtud del espectáculo, la expresión de lo íntimo a mercancía y fetiche. Creo que El gato que venía del cielo puede contarse entre aquellas escrituras autobiográficas que constituyen experiencias artísticas interesantes y que se diferencian de estas otras que se someten a la mera exhibición narcisista.
Los que tenemos o hemos tenido gatos lo sabemos, su poder de seducción es ilimitado. En el pasado remoto, se las arreglaron para conquistar a los egipcios que los convirtieron en dioses. En la actualidad, se limitan a gobernar las publicaciones de más de la mitad de los usuarios de internet. Tienen sus enemigos, es cierto: algunos parecen llevarse mal con la especie e insensibles a los encantos felinos proclaman sospechosas alergias o malas energías; otros, simplemente, no comprenden, quizá porque nunca tuvieron la oportunidad de relacionarse a fondo con alguno de ellos. Si estos últimos quisieran vivenciar, a través de la experiencia suplementaria que a veces logra, como en este caso, la literatura, harían bien en leer El gato que venía del cielo. Ni hablar de los amantes declarados, entre los que sin ninguna duda este cronista se cuenta. 




Publicado originalmente en HDC