Esa noche Mari tiene un sueño donde un perro es atropellado por un auto. Curiosamente, no hay conductor. Bajo las luces delanteras del coche, los párpados del perro se van cerrando como si estuviera durmiéndose. Al cabo, el motor del auto acelera y desacelera en punto muerto imitando el ritmo de un llanto entrecortado. A la mañana siguiente, sus padres están de viaje, Mari decide no ir al colegio. Duerme dos horas más de lo habitual. Luego, se prepara un té y varios panes con manteca y dulce, va hacia la ventana, deja la bandeja sobre el piano y toma el té mirando hacia la calle. Entonces recuerda que el perro de su sueño era un pastor belga.
Aunque Mari no pueda verlos, en
ese preciso instante, en otro departamento de otro edificio de la misma ciudad,
una pareja se está separando. En el momento en que Mari arranca con sus dientes
el primer pedazo de su segundo pan con manteca y dulce, la mujer está diciendo:
-Creo que quien tenga una vida interior muy grande puede dejar todo en
cualquier momento.
Él, su nombre es Diego, la mira con verdadera angustia. Ella continúa:
-También vos vas a poder, lo sé. Mañana viene mi amigo a buscar el
resto de mis cosas. De paso, te quedás con la llave…
Ella, en un gesto final, agarra la mano transpirada de Diego. Eso lo
pone incómodo y no puede concentrarse en la solemnidad que el momento requiere.
Diego cree que la transpiración de sus manos es una de las cosas que más
complican su vida. Cuando sus manos empiezan a transpirar todo funciona mal: se
pone nervioso y ya no puede dejar de imaginar lo que pensará aquel que sostenga
sus húmedas manos; en las gotas corriendo por los surcos de sus palmas y
arrastrando la mugre pegada a sus poros; en la mugre, las bacterias, los virus,
etc. Ha probado, por ejemplo, ponerse talco antes de salir de casa. También
maicena. Eso le funciona hasta que se lava las manos, por lo que debería llevar
consigo un poco de talco o maicena. Pero a Diego le parece estúpido que en este
mundo pueda haber alguien cargando un paquete de talco o maicena para evitar la
transpiración de las manos. Diego se dice que es tiempo de aceptar y dejar de
pensar en lo que otros piensen de su transpiración. Quizá si lograra dejar de
pensar en su transpiración dejaría de transpirar.
Cuando la reflexión de Diego concluye, su ex pareja ya no está. Le
hubiera gustado insultarla, al menos. Podría correr y alcanzarla, pero no tiene
ganas. Es agotador, piensa. En cambio, se prepara un café y se acerca a la
ventana. Ve los edificios, el cemento, lo gris, rojo y negro que es todo, y se
dice:
-En otros lugares, hay gente que se pasa el día en hamacas paraguayas,
lugares donde todo es verde y nadie piensa que el talco pueda ser usado más
allá de las patas, los sobacos y los genitales. Ni hablar de la maicena. Ni
hablar de las manos.
En ese momento, entonces, Mari enciende un cigarrillo y Diego enciende
otro y ambos miran hacia la calle. Si alguien pudiera ver lo que esas dos
personas están pensando, y de hecho hay alguien que sí lo hace, notaría que
el perro del sueño de Mari es del mismo
color de la taza de café que Diego está tomando y que el color del auto que
atropella al perro en el sueño de Mari es del mismo color verde que Diego tenía
en mente hace un momento. Esos son puntos de contacto, pero no son del todo
importantes: Mari y Diego no se han visto todavía y no sabrán de estas
coincidencias cuando lo hagan. Tampoco saben que en otra calle de la ciudad
está por suceder algo fundamental para su futuro y que tiene que ver con la
persona que puede ver sus pensamientos.
Primero, ocurre que esa calle de la que hablamos, equidistante de las
ventanas de Diego y de Mari, se vacía. En las veredas ya no hay nadie. Los
comerciantes de la cuadra dormitan en sus escritorios o acomodan algo en sus
depósitos. Todas las puertas están cerradas y ningún niño espía detrás las
cortinas. Podríamos decir que, por unos instantes, la calle está muerta: no
existe para nadie. O también podríamos decir que el tiempo se paraliza, salvo
que, doblando desde una de sus esquinas, aparece un hombre en bicicleta. Este
hombre es viejo y se llama Carlos J. Kamatowa. Lleva puesto un saco negro y
gastado en los codos, barba larga con algunas canas, pelo grasiento y despeinado.
No huele feo, pero a la distancia pareciera que sí. Es de origen japonés, pero
no es japonés. Es argentino-japonés. O simplemente argentino. No obstante,
tiene algo que lo hace parecer extranjero. No digamos del país, sino del mundo.
En efecto, Kamatowa es un extraterrestre con el poder de observar la cuarta
dimensión.
Kamatowa viene andando en una bicicleta que tira de un carro cargado
de objetos. Allí lleva, entre otras cosas, una lámpara, una tijera de podar,
una campera de cuero con una estampa de Hermética, un burbujero roto, cinco
metros de hilo sisal, una figurita con la cara del Cholo Simeone del año 94,
una especie de radio portátil de largo alcance con la que se comunica con seres
de otro planeta. Kamatowa frena en el medio de la calle. Saca de uno de sus
bolsillos un lápiz mordido y una pequeña y sucia libreta. Se rasca sus sienes
con el cabo del lápiz, piensa unos segundos y anota los nombres completos de
Mari y de Diego. Debajo agrega una fecha y un lugar. Encierra todo en un
círculo, saca una flecha y anota: “Ladrido de pastor belga. Será hermoso”.
Después, cuando Kamatowa comienza a pedalear, la calle, de a poco, vuelve a
llenarse de vida: gente, mascotas, tránsito, sonidos.
En lo que queda del día, Diego intentará olvidar a su ex mujer
trabajando frente a su computadora. Cerca de las 17.30 lo logrará. A la noche
cenará fideos, ensalada de tomate y pollo del día
anterior. Mezclará todo en una gran fuente y lo comerá viendo una película en
el canal TCM. Se reirá a carcajadas y no lavará los platos antes de acostarse.
Al otro día cuando venga el “amigo” de ella a dejar la llave ya no sentirá ni
rencor ni tristeza por su partida y se sentirá definitivamente despreocupado.
Mari también pasará el resto del día sola en su departamento. Por la noche,
pedirá pizza y casualmente sintonizará la misma película que Diego. Mari sólo
se reirá en tres ocasiones y llorará mucho en el final. En la madrugada, cuando
lleguen sus padres, se meterá en la cama y se hará la dormida. No logrará
sentirse feliz en mucho tiempo.
Para saber qué ocurrirá cuando Diego y Mari se encuentren hay varias
opciones. La primera es elegir uno de los dos, averiguar su domicilio y seguirlo durante mucho tiempo hasta que se
encuentre con el otro. Esta primera opción encierra el riesgo de verte envuelto
en una paradoja temporal, de esas tipo Philip K. Dick, donde al final descubrís
que sos un elemento fundamental para que el hecho que estás buscando comprobar
se termine cumpliendo. Otra, inmediata, es que un agujero de gusano se abra en
este momento, a tu lado. O debajo o atrás o arriba. De ese modo, podrías
atravesar años luz de tiempo y materia para llegar a la fecha y lugar exactos
que Kamatowa escribió en su libreta. Seguramente sería algo maravilloso. Te
enterarías, entre otras cosas, si John Titor tenía razón sobre el inicio de la
tercera guerra mundial. La última, es imaginar una tormenta cuyas nubes
contengan todos los colores que aparecen en este relato. En ese caso, soplará
un viento feroz y las nubes prendidas a las montañas amenazarán la ciudad. En
un callejón un perro, un pastor belga, deberá ladrar anunciando lo inaudito, lo
que no puede suceder.
Emiliano Baigorri
Este relato obtuvo el tercer premio en el concurso de Cuento Digital 2015 organizado por la Fundación Itaú. Publicado originalmente aquí
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