martes, 14 de diciembre de 2010

La recién llegada II

3    
(puta)

Cierro la ducha y respiro con fuerza el vapor espeso que se resiste a soltar mi cuerpo. Qué placentero estar sola, pudiendo disfrutar de mi habitación sin compañías; mirarme en el espejo y como si lo viese por primera vez sorprenderme de lo azulado y bordó de mi piel.
Pero lo bueno dura poco.

Los oigo entrar. Pasan por el pasillo y se dirigen a la cocina sin notarme. Mejor… Los escucho beber y conversar. Doblo algo de ropa. Ordeno los cajones. Contemplo la foto de mamá. Cómo la extraño.

En fin, voy con los otros para despegarme de la melancolía, a zambullirme en la oleada de carcajadas y agresiones por igual, arbitrarias pero equitativas. Pero cuando entro en la cocina, se nota que algo interrumpo porque todos callan y me miran como si no me conocieran. “No escuché nada de lo que hablaban”, digo, “así que no se preocupen”. Sé mantenerme, para decirlo de alguna manera, al margen de los puteríos. Pero se preocupan igual y prosiguen en su silencio, ahora mirándose entre ellos. Hasta que Camila dice: “¿Vos quién sos?” “¿Qué quién soy?” Intento una carcajada que no sale, que me queda trabada en la garganta, casi una tos.  “Soy la negra, boluda”. “¿Cómo entraste?”, arremeten. “Hace como un año que laburo acá”. Me siento como una aparición del más allá, todos me observan realmente pasmados. Sara se pone pálida y pienso en el miedo que sentí en el sueño de la siesta: era una nena, blanca, y estaba desorientada en una ciudad oscura y helada. “¿Estás bien, Sara?”,  pregunto incrédula. Me tienen que estar jodiendo. “¿Pero cómo mierda sabés mi nombre?” “¡Dejen de joder! Gordo, hacé el favor de servime un trago de eso”, digo para cortar la tensión, señalando una de las botellas que hay sobre la mesa. Pero nadie me conoce y Sara que comienza a rezar y pedir a la Virgen. El gordo que entiende poco, entiende que no soy bienvenida (¿acaso bienvenida?) se me viene al humo: “yo, enseguida la pruebo-o-o; si las conoce tiene que estar igual de bien”. Me agarra de la cintura y me acerca con fuerza, mientras me llega su aliento pestilente de alcohol y fritura. Entro en shock. Un espasmo de incredulidad, ¿mi madre sabrá de esto?

Sin embargo, no siento nada.  Los veo alejarse a todos, veo la noche y las luces, subiendo más y más. Desaparezco.
O, tal vez, llegó mi hora. 

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