El deportador está encendido. El tiempo se ha agotado: he perdido toda esperanza de una maniobra de rescate. Siempre supe que era una ilusión. Todos somos prescindibles. He consagrado todo al movimiento de resistencia y ahora me siento tan vacío como los días en que pertenecía a los canales poblacionales. ¿Me habré equivocado? Miro alrededor: no hay siquiera un rostro humano del cual despedirme, en quien depositar un “adiós” como último gesto de mi vida. Una tristeza infinita me agobia: esta soledad que siento, ahora comprendo que la he experimentado toda mi vida. Estamos solos, inexorablemente aislados los unos de los otros. Un tecno-pacificador me empuja. Avanzo hacia el deportador. ¡Maldición! Hubiera preferido morir en combate. De repente escucho una voz apagada: me vuelvo esperanzado. Los tecno-pacificadores no la registran, tampoco los bio-analizadores; la cápsula de neutralización permanece sellada. No lo comprendo. Una luz se enciende entonces en mi corazón y crece súbitamente por todo mi cuerpo, cada vez más intensa, me abrasa con una sensación de amor infinito. Escucho que me llaman por mi verdadero nombre, que ni siquiera yo conozco.
Qué buena escena!
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