Hay un pueblo.
No es lo suficientemente pequeño
como para prescindir de un barrio pobre con fama de violento, pero tampoco lo
necesariamente grande como para que falte la sensación generalizada, entre sus
habitantes, del “se conocen todos”.
Es de noche.
La mayoría se está por dormir con
el parloteo exuberante del noticiero de la medianoche. Unos pasos en el techo
despiertan a una mujer embarazada cuyo marido está de viaje por trabajo. Tres
sombras irrumpen en el hogar forzando la puerta trasera del patio. Llevan
machetes y palos. Son tres adolescentes de entre catorce y dieciséis años que
luego serán arrestados.
En ese pueblo vivo con mi hermano,
su mujer y mi sobrino de cinco años.
Esa noche también hay un incendio
o un accidente cerca del pueblo. Mi sobrino y yo salimos a apoyarnos contra la
reja para ver los camiones de bomberos y las luces rojas de las sirenas que le
brindan a la calle, por unos instantes, la textura insólita que poseen los
acontecimientos importantes.
Mi sobrino recuerda el fuego como
una víbora amenazada por sobre la superficie del cerro del verano anterior.
Mientras los camiones pasan, aprieto su mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario